Mientras la inseguridad crece y la ciudadanía exige respuestas urgentes, el Estado mira hacia otro lado. La informalidad y el crimen organizado avanzan, amparados por una política de impunidad que, desde el gobierno y el Congreso, tienden a favorecer a grupos criminales y desproteger a los ciudadanos.
El reciente informe de Human Rights Watch, “Legislar para la impunidad”, detalla decisiones y normas en el Perú que limitan la colaboración eficaz, debilitan la persecución de la corrupción, obstaculizan investigaciones criminales y dan cobertura a la minería ilegal y la deforestación. También advierte el debilitamiento del Ministerio Público y del Poder Judicial. A ello se suma la amnistía para acusados de violaciones de derechos humanos, rechazada por el 61% de peruanos, según el Instituto de Estudios Peruanos (IEP).
La informalidad, la criminalidad y la impunidad no son fenómenos aislados. Forman parte de un sistema que debilita la autoridad estatal y la gobernabilidad, cuya expansión se acelera cuando el debilitamiento institucional es autoinfligido.
Para millones de peruanos, la informalidad es una estrategia de supervivencia. Pero su masificación erosiona la capacidad del Estado para hacer cumplir la ley y normaliza la transgresión, convirtiendo la evasión de normas en parte de la vida cotidiana.
La impunidad refuerza este círculo vicioso, permitiendo que la ley se viole sin consecuencias y facilitando que la informalidad sea plataforma para economías criminales. La percepción de que las instituciones no funcionan es abrumadora: de acuerdo con el IEP, el 89% de personas en Lima y Callao cree que el gobierno no tiene un plan efectivo contra la delincuencia, y el 95% califica la gestión contra la delincuencia y la corrupción como mala o muy mala.
Así, la informalidad y la impunidad erosionan la legitimidad del Estado y el contrato social. Cuando la ciudadanía percibe que las normas no se cumplen ni se hacen cumplir, y que los controles se limitan e intensifican a quienes apuestan por la formalidad, la confianza en las instituciones se debilita y se refuerza la cultura de la transgresión y la desconfianza mutua. Esto lleva a la captura de instituciones por intereses privados o criminales. Una reciente encuesta de Ipsos levanta esta alerta: 78% ve muy o bastante probable que las economías criminales usen dinero ilícito para influir en las próximas elecciones, y 54% cree que su influencia aumentará en decisiones de gobierno y leyes.
Romper este círculo exige un pacto claro: fortalecer el Estado de derecho, devolver capacidad y legitimidad a las instituciones, y diseñar políticas que combinen tres aspectos básicos: incentivos reales para la formalización, trato justo y simple para quien quiere cumplir, y sanciones efectivas y sin privilegios para quien actúa contra la ley.
Apostar por la formalidad es apostar por un país más justo y seguro. Ahora que ingresamos a un año preelectoral, no olvidemos quiénes han preferido proteger la impunidad antes que defender a la ciudadanía.