Hablar de sanciones al interior de los centros laborales suele evocar ideas contrarias a una gestión adecuada y confrontación. Sin embargo, visto desde una perspectiva sistémica —considerando el delicado equilibrio entre todos los actores— las sanciones (amonestación, suspensión u otros), constituyen una herramienta indispensable para cuidar a la organización y, sobre todo, para salvaguardar a la mayoría que actúan bien, con integridad y apego a las normas. Sancionar, lejos de ser punitivo per se, es un acto de responsabilidad empresarial si se ejerce bien.
Una cultura de cumplimiento se construye a partir de reglas claras, pero también de consecuencias claras. Cuando un colaborador incumple procedimientos de seguridad, integridad o buen trato, no solo vulnera el contrato, también afecta el entorno de quienes se esfuerzan, impacta en la productividad y genera la sensación de impunidad que desmotiva a los más comprometidos.
Rol de la sanción laboral
Aquí radica la necesidad de comprender la sanción como un mecanismo de equilibrio. No se trata de una represalia, sino de restaurar la confianza interna quebrada por la falta. Y esta necesidad se hace aún más patente cuando el incumplimiento conlleva riesgos para la seguridad y salud o la dignidad de otros trabajadores. Mantener una convivencia sana exige corregir a tiempo, con proporcionalidad, respetando el debido procedimiento y privilegiando siempre el aprendizaje. La sanción adecuada —sea amonestación, suspensión o incluso despido— envía un mensaje inequívoco: respetar las normas importa, porque detrás de cada regla hay horas de trabajo, alianzas comerciales, clientes, proveedores y, por supuesto, personas.
La Corte Suprema ha respaldado esta concepción en la Casación Laboral N° 15175-2015-ICA, en la que subraya dos ideas clave: (i) la sanción legítima existe y está amparada cuando la falta se verifica y el proceso es respetado, y (ii) calificar toda sanción como “fraude” diluye la gravedad de las conductas verdaderamente abusivas y banaliza la protección constitucional contra el despido arbitrario. Ello sin dejar de lado que, la proporcionalidad y la razonabilidad siguen siendo la brújula. Resulta inaceptable sancionar sin pruebas, sin tipicidad o motivación clara. Ello no solo sería ilegal, sino que comprometería el mismo clima que se pretende proteger. Por ello, la evaluación previa, la evidencia documentada y la motivación transparente son pasos ineludibles. Además, el componente reparador puede fortalecerse con acciones complementarias: capacitaciones, retroalimentación y seguimiento. Una sanción que educa tiene más valor que una sanción que solo intimida.
En esa línea, sancionar no es solamente una facultad del empleador; es, muchas veces, una obligación de cuidado para proteger al colectivo que cumple; es preservar la eficiencia operativa y sostener la reputación corporativa. Obligar a convivir con la inconducta genera animadversión en el colectivo y favorece la escalada de comportamientos incorrectos, provocando entornos de injusticia que erosionan la moral laboral. De allí que la sanción puede cumplir también una función pedagógica: hacer visible la conducta correcta, proteger a quienes la practican y construir un lugar de trabajo donde el respeto y la equidad no sean aspiraciones abstractas, sino realidades cotidianas. Es decir, muestra los límites, recuerda los valores y provee certidumbre sobre qué está permitido y qué no.